En el último año de FilologÃa Hispánica unos hombres trajeados y con gafas oscuras vinieron a vernos. En mi clase no serÃamos más de doce o trece personas, once o doce chicas y yo. Los hombres de negro pidieron permiso al profesor para hablarnos de «una carrera de futuro, plagada de oportunidades y con muchas posibilidades de prosperar». Asà como estábamos en la Facultad de Letras, todos les indicamos que Ciencias estaba justo detrás, al lado de la cafeterÃa. Pero habÃan venido a vernos a nosotros.
Por lo visto formaban parte de una sub-sub-subsecretarÃa de estado dependiente del Ministerio de Interior que se encargaba de nombrar operaciones policiales. Y claro, quién mejor para nombrar cosas que futuros filólogos, siempre rodeados de letras, morfemas y sintagmas. Por aquel entonces (estarÃamos en 2005), el futuro de la filologÃa consistÃa en ser profesor. Ese era el horizonte y la expectativa primera. Enseñar lengua y literatura. La corrección de textos, la redacción, el ser negro literario, el montar una editorial, el escribir de lo que sea que pague las facturas de la luz y del agua vendrÃa luego. Incluso el hilar historias y personajes en forma de novela serÃa algo que llegarÃa después. Por aquel entonces, les decÃa, nombrar operaciones policiales no estaba ni mucho menos en la lista de trabajos futuros. Al menos no en lo inmediato.
Hace unos dÃas, al hilo de la operación Pokémon recordé la visita de esos hombres de negro. En alguna habitación lúgubre (necesariamente tiene que ser lúgubre), una alargada mesa desconchada tiene un par de máquinas de escribir Olivetti y, al lado, un buen puñado de folios. Un teléfono estilo años setenta es la única ventana al mundo exterior. Dentro, dos o tres filólogos (no se aprecia cuántos son, por eso de ser una lúgubre habitación) se estrujan el coco para inventar nuevos nombres que ponerles a próximas operaciones policiales. Más que nada porque cuando suena el teléfono tienen apenas cinco minutos, después de que les comenten breves aspectos de la investigación, para darle nombre.
Uno de esos filólogos, treintañero y con gafas de culo de vaso, algo canoso ya y con ojeras permanentes, dice que él inventó lo de «operación Gürtel», porque «cinturón» en alemán se dice asÃ, parecido a «gurt», correa, y ese era el apellido del cabecilla. Los demás asienten y siguen con los dedos sobre las teclas de la Olivetti, esperando, como cuenta aquella frase de Picasso, que la inspiración les coja trabajando. El de enfrente vuelve a decir que él inventó lo de operación Brugal (es la tercera vez que lo dice en lo que va de semana). Los demás suspiran y asienten.
Como los primeros habitantes del Macondo de GarcÃa Máquez, esos filólogos tienen la tarea de nombrar el mundo, el mundo de la corrupción. Operación Ballena Blanca, operación Galgo, Malaya, Sudoku, operación Chuleta… Todos esos nombres surgieron de la imaginación de esos filólogos. Operación Pokémon es solo su última creación.
Tienen suerte estas personas: han encontrado su hueco (a pesar de que sea en un despacho lúgubre de una sub-sub-subsecretarÃa de estado) y justo en el momento álgido de la profesión. Continuamente surgen nuevos casos de corrupción. ¿Qué serÃa de ellos si la condición humana rechazara per se estos actos? Si no hubiera polÃticos metiendo la mano en la caja y trajinando a la mÃnima que uno se despista, estos compañeros filólogos no tendrÃan trabajo. Si nos uniéramos buscando el beneficio común y no nos moviéramos solo en base al egoÃsmo, quizá no harÃa falta el trabajo de estos profesionales de la inventiva. DifÃcil dicotomÃa, ¿verdad? Mientras esperan la llegada del Jefazo para decirles que ya no hay trabajo, que se acabó la corrupción, esos filólogos siguen a la suya: exprimiéndose las mentes para hacer brotar un nuevo nombre, otro término que nos haga esbozar una sonrisa por su ocurrencia o por su evidencia. Acuérdense de ellos cada vez que surja una nueva operación policial.