El Preso de Luces de bohemia ya se lo decÃa a Max Estrella: «En España el trabajo y la inteligencia siempre se han visto menospreciados. Aquà todo lo manda el dinero». Y, por desgracia, viendo las últimas noticias, uno no puede más que estar de acuerdo. No se trata de ponernos y quitarnos togas invisibles según nos convenga. Aquà no hay ninguna toga prestada, y perdonen lo absurdo de la metáfora. Somos un paÃs de «togas prestadas», desde siempre: desde la falta no señalada a nuestro equipo o el jugador que creemos conveniente que el entrenador deberÃa sacar como refuerzo en el descanso hasta una mera recomendación sobre un medicamento a nuestro compañero de bar (a mà me sirvió tal cosa…) o el dictado, punto por punto, de lo que tenemos que hacer en cada situación (aquà sale el psicólogo que todos llevamos dentro).
Milagrosa MartÃnez, exconsellera, ex-Presidenta de Les Corts y actual alcaldesa de mi Novelda natal, deberÃa dimitir, pero no porque yo lo piense, claro está. Desde el mismo momento en que el juez (¡un juez!, con su toga y sus años de estudio y preparación a su espalda) la imputó en el caso Gürtel, desde el mismo momento en que se vieron indicios de delito (y no cualquier delito, sino supuestos delitos de malversación de fondos, cohecho y prevaricación), ya deberÃa haber presentado la dimisión. No tiene que esperar a que venga el Partido Popular y se lo pida; es algo que tendrÃa que nacer de ella misma, con la misma fuerza con la que decidió en su dÃa, cuando aterrizó por vez primera en la alcaldÃa de Novelda hace dieciocho años, subirse el sueldo. Ahora, cuando la FiscalÃa Anticorrupción pide para ella 11 años de prisión y 34 de inhabilitación para cargo público, ya es tarde, aunque nunca es tarde para corregir un error. DeberÃa dimitir, no porque yo lo pida, por supuesto, sino porque sus 7.071 votantes, que confiaron en ella, asà lo merecen.
Por encima de todo está la presunción de inocencia, eso siempre debe prevalecer, lo dicta nuestra Constitución, la declaración de Derechos Humanos y el sentido común. No obstante, Milagrosa no puede dar alas a todas esas voces que gritan que todos los polÃticos son unos corruptos, que la polÃtica ya no tiene sentido… Ese discurso es muy peligroso (vean, si no, Grecia, donde nació la democracia y donde puede tener su tumba).
CorrÃa hace unos meses un correo electrónico diciendo que era injustificable que España tuviera 445.000 polÃticos. Es cierto, serÃa injustificable si no fuera por el hecho de que es una burda mentira. La cifra no llega a los 75.000, y que parezca alta o no ya depende de la ideologÃa de cada uno. Si queremos una democracia, más o menos centralizada, parece correcta esa cifra. Si queremos una dictadura, sobran todos menos uno. Fuera de bromas, a los que más les interesa que un polÃtico, en el momento mismo de la imputación (porque está claro que un juez no imputa porque sÃ, sino porque ve indicios de un posible delito y quiere indagar más) dimita, es a los propios polÃticos, a esa inmensa mayorÃa de polÃticos honrados que hay en nuestro paÃs, la gran mayorÃa de ellos concejales a sueldo cero que se desviven por sus municipios por una idea, un proyecto y un sueño. Esos mismos concejales, todos esos polÃticos honrados que sacan horas a su trabajo o a su tiempo libre para trabajar por su pueblo, toda esa base de polÃticos amateurs que mantienen a los de arriba con las cuotas de los partidos y llenando autobuses para acudir a mÃtines son los que tendrÃan que exigir responsabilidades a las direcciones nacionales de sus partidos cuando alguien resulta imputado y se niega a dimitir.
Esos polÃticos honrados son los que tienen que demostrarnos que la polÃtica puede seguir siendo lo que es para muchos: la vocación individual de querer participar en las decisiones de un colectivo. Cualquier persona que parezca que se ha enriquecido fraudulentamente, que parezca que se ha beneficiado por la contratación de una empresa y no otra, que parezca que haya tenido tratos de favor con auténticos mafiosos, deberÃa dimitir. Luego la Justicia dictará sentencia. Favorable o no. Pero no olvidemos que la mujer del César no tenÃa solo que ser honrada; debÃa, además, parecerlo.